jueves, 30 de agosto de 2012

El atardecer de la perla.

Después del almuerzo, subía las escaleras de mi habitación, impulsada por el frío que descansaba aherido a las paredes que la rodeaban. Frío que me acercaba a adivinar ya sin asombro, la rutina gris y oscura que me esperaba allá arriba. Ese era el mantra de la existencia por aquellos días. Era el canto al invierno que ponderaba el alma y me fundía del olvido que parecía haber hecho todo lo viviente frente a mi. En el cuatro, tenía una gran ventana junto a mi escritorio. Una ventana limpia y amplia, sin rejas. El mundo se expandía entonces por allí, con horizontes estrechos, abarcando un terreno baldío contiguo y una quinta bastante abandonada de un inmigrante italiano. Pasaba mucho tiempo cruzando mi mirada por aquel umbral. En los inviernos, era la época en la que las naranjas del vecino se ponían de un naranja radiante. Era lo más sutilmente hermoso que podía recibir durante el día. Un símbolo de crecimiento y maduración, un símbolo de diferenciación. Un símbolo de movimiento, de vida. Pero para mi, en mis sensaciones más inmediatas, era mucho más simple. Era la caricia de un color lejano, el color que volvía cálido al paisaje, que me animaba. Me quedaba largos momentos intentando atrapar esas sutiles sensaciones que justificaban mi arduo pasaje por el invierno sin fin de la vida. Me gustaba la idea de creer que un sólo momento, tan mágico como breve, podía hacer dar motivo suficiente para luego hacer frente a un largo período de hastío y futilidad. Era romántico, como  una poesía.. en donde sólo el dolor y la nostalgia pueden condensar la pequeña, brillante luz de su esencia. Como el labor de la ostra, que tras años de sufrimiento por la invasión de un cuerpo extraño, termina creando a la perla, objeto de fascinación humana. Así me sentía yo, invadida por sentimientos que creía ajenos, que parecían gestarse en la incongruencia de las cosas que me rodeaban. ¿Pero qué tenía que ver yo con ese mundo contradictorio que se presentaba? Todavía no podía tomarle la mano al destino, no podía perdonarle la calidad de sus ofensas. Sólo podía macerar mi dolor y observar mi obra. Un obra inconclusa, llena de dudas y espantos... inundada por las sensaciones que brotaban hacia mi misma. No podía diferenciarme de mi obra. Yo creía ser esa obra. Y por no poder desprenderme, aquella obra quedaba sujeta a todos los juicios de destructividad y pasión que ejercía hacia mi misma. Y entonces, terminaba destruyéndola, disminuyéndola hasta su eliminación, hasta la eliminación de mi misma. Era más fácil no ocupar espacio en la existencia. Ocupar espacio en la existencia tenía el resultado de una balanza que se inclinaba casi por completo hacia lo negativo. Lo negativo siempre llevaba una ventaja que cubría toda la atmósfera de colores oscuros y pesadas densidades. De un sufrimiento horroroso que en continuas amenazas contaba a gritos agudos la desdicha de la soledad, la morada en la locura. Pero... yo sabía que la existencia no podía olvidar aquellos míseros gramos de ventura que habían quedado ignorados en el otro brazo de la balanza. Intuía que era yo quien podía olvidarlos, pero no el registro universal en el que me encontraba envuelta. Entonces renacía desde un lugar profundo de mis intenciones de supervivencia, la pregunta acerca de que pasaría con ese pequeño volumen de gracia. ¿Habría algún valor compensatorio en esa finitud de dicha... comparada con la inmensidad oceánica del cruel pantano? ¿Podría ser como la calidez de las naranjas en el frío invierno, la etérea belleza de la poesía, el brillo anacarado del sacrificio en la ostra?  ¿Tendría lo bello, el mismo patrón de aparición sutil y misterioso, en todos los ordenes de la vida? Era un enigma a descifrar. Pero el sólo hecho de sospechar la posibilidad de un algo valioso, inalcanzable, que coronaba todo este dolor,  me ponía en una perspectiva en donde el caos parecía ordenarse. Tenía una misión. Y había decidido, casi sin percatarme de cuando lo hice, hacerme cargo de dicha proposición. La decisión todavía estaba caliente y mi cuerpo se inundaba de  vacilaciones cada vez más orientadas hacia un fin. En esos segundos en donde uno decide hacerse cargo de posibilidades antes no presentes, aparece una ráfaga chispeante y revitalizante, en donde el miedo no tiene lugar para acomodarse. En donde todos los fragmentos que en la cotidianidad están rivalizando, y en tensiones insoportables, se ponen de acuerdo y toman una misma dirección. Sentía que todas mis fuerzas de vida llevaban la delantera, tomando la velocidad del relámpago, mientras que las de la destrucción la seguían tardía, predecibles como el sonido del trueno.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario