domingo, 16 de diciembre de 2012

La siesta



Atravesaba la ciudad en la madrugada. La lluvia ya había terminado, pero se podía percibir todavía, el húmedo ronroneo que puebla toda la atmósfera después de las tormentas. Su presencia se infundía en todos los cuerpos. Esos momentos eran para mi, una suave caricia que entraba a mis reflexiones profundas, y me anexaba de vuelta a este mundo, en el cuál normalmente, me sentía asfixiada por sus bullicios de hostilidad e incomprensión. Leyendo poesía de Rilke en aquel colectivo, podía transportarme con mucha más facilidad a sus escenarios, a su época y a su rica colisión de rayos sentimentales. Me volvía crédula de la unión con otras almas, desdeñaba la idea de la inexorable soledad, cuando podía sentir verdaderamente, esa traslación de burbujeantes sentimientos, que disolvían los límites entre la experiencia ajena y la particular. A eso apuntaba la lectura, a ese momento, a alcanzar ese núcleo sagrado, que ocasionalmente se descifraba, se elevaba en éxtasis y se desvanecía nuevamente entre la influencia tumultosa de la individualidad. Estaba yo sumergida en la esencia de la fusión, cuando de pronto, alguien coloca su mano sobre mi hombro, y me solicita el asiento. Inmediatamente, y casi sin mirarlo, me levanto y le cedo el lugar. Es un hombre de robusta contextura física, de apariencia gris, gastada, lleva una caja entre sus piernas. Parece estar fatigado y preocupado por la existencia. Mi corazón se inunda de compasión y amor por ese señor. Qué bella sensación, me quedo pensando. Ojalá pudiera hacer más por él, que sólo entregarle un asiento. Ojalá pudiera filtrarme en su vida como un suave viento, arrastrando esencias florales y partículas brillantes de bellos colores. El amor real, aquel que no involucra a la necesidad pueril o libidinal, es otro de los antídotos que tiene la naturaleza, para aflojar la tensión que puede generar el yo con su carruaje de deseos. Es una válvula maravillosa, que se abre y deja entrar vapores que nublan todas las muecas antojadizas que normalmente nos atormentan con sus delirios de realización inmediata. Pero ¿cómo hacerlo? ¿cómo ayudarlo? Podría hablarle y darle una alegría con la inesperada no indiferencia en este viaje de madrugada. Lo miro atentamente para poder especular con el modo y el momento adecuado para accionar. Pero inmediatamente comienza a dormirse. Su cabeza se desploma hacia adelante, sin siquiera intentar restablecerse una vez. Hay una gran entrega en él, una entrega triste y dolorosa. Mi plan de encuentro se ha frustrado. Cambio la dirección de mi mirada, y me voy hacia la parte de atrás, allá hay más posibilidad de conseguir un asiento cuando alguien abandone el colectivo. Me doy cuenta que estoy demasiado sensible a lo externo, algo lo ha despertado, ¿será el tiempo? ¿Rilke? ¿aquel desahuciado señor?. Mi mirada se proyecta a los humanos que están sentados, puedo sentirlos. Adelante, tengo tres señoras conversando. Enseguida se nota que pertenecen a una baja clase social y económica, pero conservan esa inexplicable alegría y gratitud frente al sacrificio. Necesito filtrarme en sus charlas, hay algo fuerte detrás de las palabras, hay una fuente inagotable de la que brota esperanza y felicidad, quiero llegar hasta allí, las palabras son sólo sus cortinas, la exposición de sus texturas. No escucho sus relatos, no me dicen nada, son simples. Mi enorme demanda racional no puede adherirse a ellos y otorgarle símbolos. Tengo que ir más allá, en busca del tesoro escondido, a la erupción de las sensaciones, al cuarto de agujas tejedoras del largo cortinaje verbal. Puedo transportarme en el tiempo con sus palabras, éstas son como brebajes en cuya composición, está la concentración de sus ancestros. Siento el dolor del indio y la ambición del hombre blanco. Siento la voz calma y apacible del chamán de sus tribus, el espíritu del brujo que aún vive en ellas, las cobija otorgándole grandes fuerzas, y les susurra la posibilidad de una revancha. Una de ellas, dibuja contradicciones con sus gestos, están las dos corrientes que sentí, está el híbrido de su historia. Sus parpados están apagados y cansados, pero su mirada está limpia y fortalecida, no ha olvidado su misión. Su sonrisa es tímida, pero ilumina de sinceridad. Me quedo un largo rato contemplándola. Siento una extraña familiaridad con ella, como si al haber entrado tan profundo en su historia, me hubiera volcado yo también en ella, haciéndome portadora de sus recuerdos y vivencias. Siento el calor de las termas de sus pilares añejos. Estamos juntas levantadas en esa cima. No sé qué es, es demasiado fuerte, es demasiado impersonal, necesito extrapolarlo, llevarlo a mis propios recuerdos. Tengo ganas de abrazarla y apoyar mi cara contra su blusa de color blanco. Puedo sentir el perfume a jabón que hay en su ropa. Son sensaciones conocidas, muy conocidas por mi. Intento traer toda esa información lunar, y de repente lo veo: la casa de mi abuela, es verano, el almuerzo ha terminado hace unas horas, el ruido de las agujas del reloj, se mezcla con el olor a metal y comida de la cocina, la canilla gotea. Todos duermen la siesta. Yo estoy en el sillón, mirando la televisión sin sonido. Las cortinas blancas, dejan entrar la luz, sacándole su fulgor. Todo es lento y silencioso. Todo es lunar. Mi abuela duerme en la habitación del medio. Sé que está despierta, se que está esperando que vaya y duerma con ella. Apago la tele, y me dirijo a la cocina a buscar un vaso de sprite con hielo. Camino descalza por las baldosas de flores verdes y amarillas. Son tan conocidas por mi, he encontrado tantos juegos en ellas, tantos laberintos, he encontrado tantos cuidados en su suave permanencia. Estoy plena, pero no me doy cuenta, soy sólo una niña, que no sospecha de su felicidad. Los cuadros con fotos habitan en las oscuridad del modular. Me siguen con sus miradas, como los ojos brillantes de una alimaña campestre, que no se deja ver, pero a la que podés sentir. Hay mucho dolor oculto allí, y yo soy un receptáculo para aquel dolor, pero aún no lo sé, aún no lo asimilo, y entonces, lo cargo con inocencia. Todo es seguro y estable en aquella tarde, todo está en el lugar que tiene que estar. Me acerco al cuarto en donde está mi abuela, al lado, está el baño, la puerta está entreabierta. Salen matices verdes, disparados por la pequeña claraboya que se encuentra encima de la bañera. Sus tonalidades se impregnan en mi piel, y me empujan con delicadeza. Entro a la habitación y me acerco a la cama. El olor de los muebles y de las sábanas me inundan del placer de lo conocido, de los objetos parlantes, relatando historias, convocando al sueño, recibiéndome como un útero al cual puedo entregarle el dominio de mi sangre y mi alimento. Me acomodo lentamente en la cama con ella, yo finjo pensar que ella está dormida, ella finge estar dormida. Ese diálogo silencioso, esa complicidad de diplomacia estética infantil, me parece absolutamente familiar, no me lo cuestiono, no lo juzgo. La abrazo, tiene una blusa blanca como camisón, su perfume tiene brazos que me arropan y me cantan recuerdos de suave esponjosidad. Me siento cuidada, protegida como en un vagón onírico de crema azucarada. Soy feliz entregándole mis sueños. Confío en su sabiduría, confío en su cuerpo anciano y anestesiado por el don de creer. Confío en el afecto que me transmite, como un talismán de carne, que no traicionará a mi suerte.
Estoy perdiendo mis recuerdos, se desvanecen las imágenes concretas, pero quedan las sensaciones, como la tierra húmeda después de que se ha retirado la lluvia. Aquella señora del colectivo, ha sido el holograma de la memoria colectiva. El pórtico mágico para los vestigios de mi memoria personal, que como una flor, se abre en aquel inmenso árbol. Somos una pintura distinta, del mismo pintor. Somos la misma mente, la misma gran mente. Puedo recordar, puedo sustraer y puedo escalar más hondo en mi misma, adentrándome en la belleza infinita de los demás, llaves vivas y misteriosas de mi propia cerradura. ¿Estoy feliz?

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