viernes, 19 de octubre de 2012

Casilleros

Otro desencuentro más con la muerte. Otro día más que se levantaba arrodillado desde el horizonte. Una onda expansiva de la vida, sacudiendo lo todavía no creado, atravesando al vacío con el don de la forma. El don o la desgracia de la forma, según en que casillero había caído la sensación en ese momento de la existencia. El telón de la vida se había levantado. ¿Quién sabe cuándo? Los recuerdos más lejanos se volvían difusos, borroneados por el tiempo aparente. El escenario de la infancia más temprana era un punto coloreado en la imaginación. Una imaginación alimentada por las certezas de quienes me rodeaban y me precedían.  Una fe extraña acerca de algo inasible. Inasible como un viento imposible de ver pero también imposible de no sentir. Un humo de matices invisibles que brotaba hacia un mundo que lo esperaba con los brazos abiertos, con la atrayente promesa de ser. El humo, seguía tentado a su velocidad expansiva, con la esperanza de que algo más estable lo contuviera, lo condensara y lo  convirtiera en un protagonista más pesado, con mas presencia y estabilidad. Así se llegaba entonces a la conciencia rígida de los años posteriores. Engordando las certezas que tarde o temprano estallarían como castillos de arena por la ola del mar crecido de la incertidumbre. Yo no podía librarme de todas esas preguntas existencialistas que vuelven amargo el gusto por la posible belleza inexplorada. No me cabía duda de que había cosas maravillosas que yo podía experimentar. Pero todo se volvía bastante absurdo cuando recordaba que en cada cosa que nacía, ya estaba implícito su final. Era un precio un poco chistoso de la existencia. Te lo daba y te lo quitaba. Como un sádico dándole un caramelo a un niño y sintiendo el éxtasis de la inflamación de su felicidad, para después, terminar arrebatándoselo y sentir el éxtasis de su infelicidad. Parecía que todo se trataba de un chiste. El Universo, me parecía un chiste en expansión y contracción. Un chiste que lo abarcaba todo. Pero un chiste, que a mi no me daba gracia. De todos modos, podía quejarme y encontrarlo aterrador, encontrarlo desolador como una planeta extraviado de su sol. No había rumbo, no había órbita. Pero siempre había una tendencia a intentar encontrar lo que causara placer. El placer era el blanco al que apuntaban los ojos de la creación. Siempre uno iba dirigido allí, resultando un fracaso o una victoria. Siempre se tenía esa meta... y parecía que en el intersticio entre el deseo y la meta inalcanzada, algo aún mayor que uno mismo digería con gusto la creatividad que el ser existente tenía que aplicar para poder alcanzar la dicha. Dicha que como ya sabemos, era un espejismo de su propio deseo, y desaparecería una vez que las manos ansiosas de anhelo apretaran la sensación de logro, la despedazaran con su ambición sin fin. Así pronto, surgiría otro espejismo, aún más tentador y difícil de alcanzar. Convirtiéndose la vida en la fabricación constante de peldaños de ubicación ingeniosa en el vacío que rodeaba al ser con su imaginación. Estaba perdido el ser entonces en su imaginación y en sus peldaños que iban desapareciendo en su escalada por la nada. Había que sin duda ser infiel a la certeza absoluta, y había que contentarse con los límites del peldaño en el que cada uno se encontraba en cada instante. Seguramente podrían encontrarse macromundos en esa superficie que parecía limitada. Sin duda todo esto se trataba de encontrar belleza en la estadía transitoria por el nivel alcanzado.
Recordé lo que alguna vez había pensado acerca de la belleza. La belleza tenía que ver con el olvido. Quizás con el olvido de uno mismo. Era un estado psíquico de desprendimiento. Una imagen observable en el exterior cuyo proyector se encontraba enclaustrado en los sectores más inaccesibles de la misma persona. Para poder encenderlo y ponerlo en funcionamiento, se usaban llaves externas, códigos que tenían la clave para poder activar al aparato. ¿Y de qué dependía todo eso? ¿De qué dependía que algo fuera bello para alguien, y que no lo fuera tanto para otro? Bueno, cada llave tenía su correspondiente cerradura. Cada hombre tenía que seguir su propio camino. Y para eso había que encontrar esa llave. Había que buscarla. Al final, quizás todo este viaje no era más que la búsqueda gloriosa de esa llavecita mágica. Había que atravesar grandes vicisitudes, sortear abismos, abandonar el hogar de origen. Conocer la soledad de existir separado a todo lo demás. Tomar las riendas de ese designio que amenazaba con convertirse en infortunio. Escapar del infortunio. Escapar con estrategia, con inteligencia. Ir en búsqueda de algo es siempre estar escapando de otro algo. El camino estaba rodeado de trampas, colmado de depredadores que necesitarían de tu sufrimiento para poder alimentarse y pertenecer al círculo de la vida. Para evitar ser víctima de aquello, el caminante, el mago de su propio destino, necesitaba ciertos elementos de los que debía valerse. Yo todavía le erraba con la elección adecuada de esos elementos, y más aún, en su combinación de potencial alquímico. 

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