miércoles, 22 de agosto de 2012

El eslabón de gusano

Suena el teléfono. Pienso si será para mi. Se mezclan dos corrientes de deseos: la tranquilizante idea de que alguien se interese por mi en un domingo a la tarde casi llegada la noche, y la terrible sensación de tener que hacerme cargo de una interacción social estando en esta neblina emocional tóxica. Atiende mi hermano, me pasa el teléfono, es para mi, es Mery. Hace dos semanas que no hablábamos, después de la última vez que me invitó a esa obra de teatro, pensé que no iba a querer volver a saber de mi. Curiosamente me insiste para que volvamos a vernos. Es extraño, como si pudiera sacar alguna ventaja de pasar un momento conmigo y mi contagiosa apatía. Me sostengo por unos instantes en el limbo de la indecisión. Ninguna de las dos corrientes iniciales de deseos logra tomar el control. Finalmente, creo que no sucumbo a ninguno de mis deseos, sino a la presión y la inercia de la complacencia aprendida y oxidada. Corto el teléfono con el sabor del hierro aguado en la boca. Subo a mi habitación y procedo a hacerme cargo de mis pecados, de mi falta frente a la autenticidad que predica mi alter ego más heroico. Pienso en Heidegger. Procedo a elegir la ropa para la ocasión. No hay entusiasmo. Nunca hay entusiasmo. Nada bueno puede salir cuando no hay inversión de fé. Casi que elijo las prendas al azar, pienso que la imagen no es importante considerando que tengo problemas más serios y que me solicitan más atención. Fingiendo conmigo misma que no importa, se vuelca la botella de la verdad, y me salpica de preocupación. No hago caso a ello, y salgo así. Me voy de mi casa encapsulada en mis pensamientos, creo que son como gomas de borrar de todo lo existente. Voy caminando como un ente autocatapultado hacia su universo mental de cuestionamientos y sensaciones errantes. Cuando llego a la parada, me percato de que sigo siendo presa de la gravedad y de la percepción burda y pesada de los objetos a mi alrededor. Me apoyo contra el palo de luz, leo los mismos carteles de anuncios de hace meses. Mis pensamientos se atan en ellos. Se quedan fijados allí, al sin sentido de un objeto que intenta atraparte y ofrecerte que vos seas quien les de sentido con tu interpretación. Logra su cometido por unos minutos, hasta que mi núcleo magnético de caos, encuentra que las respuestas que necesita, son más complejas, y que requieren mucho más de mi, que sólo distraerme. Llega el colectivo. El viaje me sumerge en un mar de arena oscura y levemente chillosa. Me siento como en el siglo XVIII, cuando la gente viajaba en carruajes y no había luz eléctrica alrededor. Me imagino que mis sensaciones remiten a ese estado colectivo que en algún archivo transpersonal aún poseo, y puedo sacar de paseo por mis espamos irracionales. No hay mucha gente en la calle, todo está en un silencio poco usual. La ciudad está vacía. Qué cómodo me resulta cuando los escenarios por los que transito, están en armonía con mis guiones internos, así hay más probabilidad de crear una buena obra. Bajo del colectivo en Piedras y Venezuela. Tengo que caminar unas 7 cuadras desde ahí para llegar al lugar en donde está el sujeto por el cual me he movilizado hasta acá. Me parece una buena propuesta, el caminar es un buen desintoxicante mental, y para afrontar un encuentro social, es bueno llegar con un poco de la basura liberada, ya que seguramente, al finalizarlo, acumularemos más de la que teníamos. Estoy llegando a destino, me falta una cuadra. Voy mirando los números de las casas, me va torturando la sensación del arrepentimiento de haberme transportado hasta esta situación. No me siento bien. ¿Por qué me hago esto? Me estoy acercando a la esquina y de pronto puedo divisar que mi amiga está en la puerta ¿Qué hace ahí? Ya siento su acoso de no permitirme llegar y tocar el timbre, y tener ese momento de libertad en donde puedo irme si así lo deseo. No, me ha negado esa posibilidad,  y todo por su ansiedad frente al encuentro. Creo que siente lo opuesto a mi. ¿Cómo lo hace? Mi mente se pierde tratando de interpretar como lo hace, cómo es tan feliz, cómo es tan libre, cómo no tiene miedo por el carácter irreal de todas las cosas existentes. En realidad ya lo sé, sólo quiero incendiarme con mis hábitos destructivos y neuróticos. En fin... ella ya está allí. Caigo como en un túnel vertical hacia el acuerdo moral de la cordialidad. La saludo, me urge darle un abrazo, y por un momento, mi interés es tan real, que me acomodo, y me relajo en las sensaciones de una interacción limpia, espontánea. Se siente bien.. no estuvo tan mal venir, voy a hacer un buen intento por desatarme de la soga que me arrastra hasta el volcán, hasta mi hoguera de rutinas en ruinas. Entramos a la casa, en verdad vive en un departamento, en una planta baja. Para mi sorpresa, en su casa hay dos amigas tomando unas cervezas con ella. Ese impacto visual devasta algunas hileras de mis constructivas intenciones iniciales sobre depurar antiguas costumbres antisociales. Demasiado esfuerzo me costó tomar valor para poder enfrentarme a Mery, y ahora hay dos seres humanos más que no me dieron ni tiempo a reflexionar acerca de realizar o no este sometimiento. Me sobrepongo de mi cavilaciones express e intento dialogar con ellas. Creo que es mejor no pensarlo, creo que mejor debo ser directa y frontal. Pero si soy directa y frontal, voy a dejar caer mi máscara de interés. Necesito escarbar en la posibilidad de encontrarle un sentido a todo este encuentro. Ya estoy acá. El caos me pide orden. El caos me pide dirección. Debo hacerme cargo, debo domar el león. La charla comienza con las reglas básicas completamente esperables, que uno responde como jugando a un partido de ping pong en modo automático. Pero las respuestas son automáticas, no las emociones de disgusto que empiezan a brotar desde un interior agitado. Todas esas preguntas iniciales empiezan a agotarse. Hay que pasar al segundo estadio, en donde irremediablemente, ambas partes, vamos a enfrentarnos a lo esperado: a la incómoda afirmación interna que a ninguna de las dos partes nos interesa lo que el otro tiene para aportar a nuestro deseo de absorber vínculos. No hay nada que compartir, no tenemos afinidad, estamos atrapadas en este estúpido e innecesario momento. Y nadie nos va a liberar, vamos a pasar una noche quebradiza, otra noche perdida más. ¿No hubo acaso muchas ya?
La noche transcurre entre cervezas y alimentos salados de paquetes con colores psicóticos. El alcohol en mi sangre apenas murmura vibraciones más pesadas y abúlicas. Las charlas siguen a una velocidad de la cual siento que ya no puedo formar parte. Estoy empezando a entrar al tercer estadio, en el cual la conciencia pasiva sobre la desconexión vincular, pasa a activarse a partir de una desesperación difícil de esconder. Evitar dar ese paso depende de cuanto pueda mantener la ecuanimidad frente al desagrado excesivo. Pero las carcajadas exageradas y los cliches son ya demasiados. Estoy en medio de la tormenta, con el barro de sus pántanos hasta el cuello. El don desgraciado de tragarme la basura de los demás, mientras ellos la ignoran. Alguien la tiene que recibir. Me tocó a mi. Un poco más, y no voy a poder respirar. Una de las chicas, la menos desagradable, me pregunta si estoy bien. Ya era evidente que iba a llegar esa pregunta después de mi prolongado silencio. El tono de mi voz me traiciona, y deja aún más en evidencia el estado infernal que estoy experimentando. Todo se ha ido de las manos. He perdido el control. Me sirvo un poco más de cerveza para focalizar mi atención en otra cosa que no sea el inminente desliz. Quiero evitarlo a toda costa. Tomo el primer sorbo. Fue un grave error. Siento como una lanza de líquido va derritiendo mi garganta. Se están extrapolando todas mis turbaciones mentales, a sensaciones físicas que ya no me dejan mantener el muro de la indiferencia. Se ha derribado el muro. Mi realidad interna es tan intensa, que ya no puedo seguir mirando lo que sucede en esta otra realidad de entes separados y autónomos. Ya no puedo no interferir sin exponer mis vehementes sensaciones de asco. Debo irme antes de que sea peor. Ya no puedo hablar. Mi voz no puede ser cómplice. Me levanto del sillón con un envión de energía tan fuerte que ya no percibo como propio. Es el empujón de mi destino que me dice que ya no puedo permanecer ni un segundo más allí. Dejo el vaso en la mesita. El ruido del vidrio del vaso contra el vidrio de la mesa, es tan fuerte y seco, que reemplaza a mi voz. Hay un desconcierto tan grande en sus hábitats corpóreos, que todos los objetos alrededor parecen realzar el silencio y coronar lo ridículo e inesperado de la situación. Los rostros enmarcan preocupación, pero en sus fueros internos, todas están disfrutando de ser ellas quienes contrastan con el ser desdichado. Quienes pueden hablar de él, quienes pueden sentir lástima. El privilegio de sentir lástima superioridad. Luego de apoyar el vaso, señalizo con mi mano hacia la salida, no digo nada, me preguntan qué pasa, no digo nada. Me despido con una mueca que expresa disculpas y culpabilidad, y asco. Sigo el camino para retornar a mi hogar, tomó otra ruta diferente a la que vine, para cambiar la perspectiva. La próxima vez será diferente.

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