domingo, 8 de junio de 2014

El Sauce

Cuanto de mi había aquella tarde, como podía sentir ese paisaje de otoño como un espejo de mi alma. Las hojas amarillentas y lánguidas de los sauces, eran alguna nostalgia de la infancia, que aún permanecía intacta en los baúles intocables de la memoria. Y el Sol que las pintaba... su intensidad, su tono, su calor, su sutileza y suavidad,eran como acuarelas de sentimientos. Ese conjunto tenía una identidad tan fuerte, que se me filtraba hasta el lugar más recóndito de mi capacidad sensitiva, haciéndome temblar de reconocimiento, regocijándose en un éxtasis que eclosionaba de sensaciones. Me preguntaba cuán lejos estaba yo de aquel especímen de incomesurable belleza. Me preguntaba cuántos años de diseño evolutivo nos separaban... y entendía que era sólo una cuestión de tiempo para entender que él y yo, teníamos el mismo origen. Alguna vez habíamos tenido un antepasado en común. Y aquellas corrientes que se habían separado en una edad muy lejana, tenían la misma edad. Los dos eramos hijos de la tierra y el sol. Sin embargo, un cronómetro de millones de vidas nos daban identidad, nos distanciaban, nos ponían uno frente al otro, nos daban la posibilidad del encuentro, de ser dos, de mirarnos a nosotros mismos, a través del otro. La oportunidad del Amor, la oportunidad de amarnos. La diferencia del lenguaje no era un obstáculo, pues todo lo contrario, volvía más extensa la mirada hacia mi misma, expandiendo mis horizontes hacia los suyos, fusionándolos, voviéndolos uno, ampliándonos enormemente. Y cuando antes, en densos períodos de mi vida, había intentado sintonizar el sentido de el don de existir, de la división de Dios, de la evolución, y había intentado en vano, gastando el corazón, derramando angustias y desesperación, ahora, todo parecía brillar de sentido, con este sencillo encuentro bañado de ocres y amarillos. El éter de nuestro amor, era tan grande, que se desprendía dando pequeños movimientos en el aire, como un baile sutil, y yo podía recibirlo con una permeabilidad extraordinaria que mi misma entrega a aquel ser habilitaba. No había razón para temer, no hay razón para tener miedo a disolverse, cuando el Amor es real. Podía fundirme con aquel personaje arbóreo, en una mirada que estaba ubicada mucho más allá de los ojos, una mirada que despertaba a todos mis sentidos, incluyendo los no físicos. Todo cobraba dirección, todo cobraba un entendimiento maravilloso, que vibraba de éxtasis en cada porción del envase de mi alma. Bendita tarde de otoño, te recuerdo.

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