Cuanto de mi
había aquella tarde, como podía sentir ese paisaje de otoño como un espejo de
mi alma. Las hojas amarillentas y lánguidas de los sauces, eran alguna
nostalgia de la infancia, que aún permanecía intacta en los baúles intocables
de la memoria. Y el Sol que las pintaba... su intensidad, su tono, su calor, su
sutileza y suavidad,eran como acuarelas de sentimientos. Ese conjunto tenía una
identidad tan fuerte, que se me filtraba hasta el lugar más recóndito de mi
capacidad sensitiva, haciéndome temblar de reconocimiento, regocijándose en un
éxtasis que eclosionaba de sensaciones. Me preguntaba cuán lejos estaba yo de
aquel especímen de incomesurable belleza. Me preguntaba cuántos años de diseño
evolutivo nos separaban... y entendía que era sólo una cuestión de tiempo para
entender que él y yo, teníamos el mismo origen. Alguna vez habíamos tenido un
antepasado en común. Y aquellas corrientes que se habían separado en una edad
muy lejana, tenían la misma edad. Los dos eramos hijos de la tierra y el sol.
Sin embargo, un cronómetro de millones de vidas nos daban identidad, nos
distanciaban, nos ponían uno frente al otro, nos daban la posibilidad del
encuentro, de ser dos, de mirarnos a nosotros mismos, a través del otro. La
oportunidad del Amor, la oportunidad de amarnos. La diferencia del lenguaje no
era un obstáculo, pues todo lo contrario, volvía más extensa la mirada hacia mi
misma, expandiendo mis horizontes hacia los suyos, fusionándolos, voviéndolos
uno, ampliándonos enormemente. Y cuando antes, en densos períodos de mi vida,
había intentado sintonizar el sentido de el don de existir, de la división de
Dios, de la evolución, y había intentado en vano, gastando el corazón,
derramando angustias y desesperación, ahora, todo parecía brillar de sentido, con
este sencillo encuentro bañado de ocres y amarillos. El éter de nuestro amor,
era tan grande, que se desprendía dando pequeños movimientos en el aire, como
un baile sutil, y yo podía recibirlo con una permeabilidad extraordinaria que
mi misma entrega a aquel ser habilitaba. No había razón para temer, no hay
razón para tener miedo a disolverse, cuando el Amor es real. Podía fundirme con
aquel personaje arbóreo, en una mirada que estaba ubicada mucho más allá de los
ojos, una mirada que despertaba a todos mis sentidos, incluyendo los no
físicos. Todo cobraba dirección, todo cobraba un entendimiento maravilloso, que
vibraba de éxtasis en cada porción del envase de mi alma. Bendita tarde de
otoño, te recuerdo.
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